Miles de millones en pérdidas, miles de víctimas — y casi ninguna posibilidad de protección.
La brecha entre los países desarrollados y los países en desarrollo en materia de ciberseguridad sigue aumentando rápidamente. Mientras algunos estados implantan mecanismos avanzados de protección, otros apenas logran hacer frente a las amenazas básicas. En las regiones pobres, la seguridad digital sigue considerándose una tarea secundaria, subordinada a problemas más urgentes —desde el desempleo hasta la falta de educación. Debido a presupuestos limitados, las autoridades tienen casi nulas opciones para invertir en herramientas, formación y capacitación de personal.
El bajo nivel de alfabetización digital, el déficit de especialistas cualificados y las barreras lingüísticas agravan la vulnerabilidad de los usuarios. En esas condiciones, la delincuencia en línea se convierte en una alternativa atractiva para quienes no encuentran un ingreso estable por otra vía. Y las leyes poco desarrolladas y la falta de coordinación entre las fuerzas del orden solo benefician a los ciberdelincuentes.
En África, el aumento del número de usuarios de internet va acompañado de un fuerte repunte de ataques. Las autoridades nacionales y regionales se enfrentan a la escasez de recursos, de mecanismos jurídicos y de especialistas. Según un informe de Interpol, entre 2019 y 2025 los incidentes cibernéticos causaron al continente daños por 3.000 millones de dólares, y en el oeste y el este de África ya representan un tercio de todos los delitos registrados.
Los métodos más comunes siguen siendo el phishing, el fraude en inversiones, incluidas las estafas con criptomonedas, y los programas de extorsión (ransomware). Las víctimas son tanto empresas privadas como servicios estatales. Grupos como LockBit, BlackSuit y Hunters International atacan las telecomunicaciones, la salud y los organismos gubernamentales, y países como Nigeria y Ghana se han convertido en puntos de apoyo para esquemas internacionales con correspondencia comercial.
Sin embargo, algunos estados están dando pasos para reforzar la resiliencia digital, actualizando la legislación, creando unidades especiales y desarrollando centros forenses. En el marco de la operación Serengeti 2.0 los cuerpos de seguridad de 18 países detuvieron a más de 1.200 personas, desmantelaron más de 11.000 infraestructuras maliciosas y recuperaron alrededor de 97 millones de dólares.
En la región Asia-Pacífico, el rápido desarrollo digital de los últimos años ha provocado un aumento pronunciado de las ciberamenazas. Solo en la primera mitad de 2024 se registraron allí más de 57.000 ataques con ransomware, y la tendencia continúa. El uso de la inteligencia artificial y la automatización permite que las redes delictivas se expandan más rápido de lo que los gobiernos pueden reaccionar. Los ataques individuales han dado paso a operaciones coordinadas en las que se emplean herramientas complejas, se amplían los ataques y se blanquean fondos a través de canales transnacionales.
El problema es especialmente grave en el sudeste asiático, donde los sindicatos delictivos han transformado el fraude en línea en una industria a escala. En países como Camboya, Laos y Myanmar se organizan auténticas «fábricas de fraude», donde se atrae a las personas con engaños bajo el pretexto de empleo y luego las obligan a participar en estafas. Esta oleada coincidió con el colapso de la industria del juego en la región: tras las restricciones por la pandemia, antiguos casinos se reconvirtieron en centros de ciberfraude. Según estimaciones de las autoridades de EE. UU., solo en 2024 los usuarios estadounidenses perdieron al menos 10.000 millones de dólares en esquemas de este tipo.
Eliminarlas exige un trabajo sistémico. Para los países en desarrollo es crucial desarrollar una estrategia sostenible adaptada a las realidades locales. El gobierno debe desempeñar un papel principal, y es necesario empezar por reconocer la prioridad de combatir la ciberdelincuencia en la política nacional. Esa estrategia proporcionará la base para decisiones posteriores, ayudará a crear mecanismos sostenibles y a generar confianza en la escena internacional.
Los acuerdos integrales a escala global son por ahora difíciles, por lo que un enfoque más prometedor se considera la cooperación local y la resolución gradual de cuestiones concretas, como el acceso a pruebas electrónicas fuera de la jurisdicción.