Para colonizar el espacio, tendremos que hacernos amigos del virus más temido del siglo XX.
Cuando se habla de misiones a la Luna, Marte y más allá, lo primero que viene a la mente son los cohetes, los trajes espaciales y los módulos habitables. Pero incluso la nave espacial más avanzada será inútil si la tripulación no puede soportar las cargas físicas y psicológicas que conlleva una estancia prolongada en condiciones de aislamiento, microgravedad y radiación. Por eso, una de las tareas clave de las expediciones interplanetarias es preservar la salud de los astronautas lejos de la Tierra. Y en esto, por paradójico que parezca, podría ayudarnos... el VIH.
En un artículo reciente, un equipo dirigido por Silvano Onofri explora el potencial de la biología sintética como herramienta para el soporte vital en el espacio. Su enfoque se centra en el funcionamiento del sistema inmunológico, y más específicamente, en cómo regularlo en entornos que no existen en nuestro planeta.
El papel central en este proceso lo desempeña el inflamasoma —un complejo proteico dentro de las células que actúa como una señal de alarma. Al detectar un virus, daño celular o estrés, activa una reacción inflamatoria liberando las moléculas interleucina-1β e interleucina-18. Esta respuesta rápida es crucial para combatir infecciones, pero si el mecanismo permanece activo demasiado tiempo, la inflamación se vuelve crónica y empieza a dañar los tejidos.
Esta doble naturaleza se manifiesta con particular claridad en la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana. Al principio, los inflamasomas ayudan a contener el patógeno, pero con el tiempo —incluso con terapia eficaz— su actividad continua contribuye al deterioro de células sanas, al envejecimiento acelerado y al desarrollo de enfermedades asociadas. Por eso, este mecanismo puede volverse especialmente peligroso en el espacio, donde el cuerpo debe adaptarse a un estrés prolongado sin posibilidad de regresar a un entorno familiar.
Si logramos aprender a controlar los inflamasomas, se abrirá el camino hacia una gestión eficaz de la inflamación. Y eso significa una mejor salud para la tripulación y menos dependencia de los recursos terrestres. Recuperación rápida tras lesiones, inmunidad estable y menor necesidad de medicamentos —todo esto se vuelve posible con un ajuste preciso de la respuesta inmunológica.
Esto es especialmente relevante frente a la radiación cósmica, que daña el ADN y sobrecarga los mecanismos celulares. Ante ese tipo de estrés, los inflamasomas se activan aún más, provocando una inflamación que puede volverse incontrolable.
Una de las ideas más prometedoras es la creación de medicamentos personalizados directamente a bordo de la nave. Gracias a la investigación sobre el VIH, hemos aprendido cómo regular con precisión las reacciones inflamatorias —activándolas o atenuándolas según sea necesario. Esto abre el camino a tratamientos personalizados durante el vuelo: si, por ejemplo, un miembro de la tripulación empieza a sufrir una inflamación, se puede sintetizar rápidamente el fármaco adecuado mediante un biorreactor o una bioimpresora 3D. No hace falta llevar decenas de medicamentos “por si acaso” —basta con poder imprimir el compuesto necesario en el momento justo.
En esencia, esto marca un nuevo capítulo en la medicina: el sistema inmunológico podrá ajustarse a cada situación y organismo como si fuera software. En misiones lejanas, esa flexibilidad puede ser tan crítica como los suministros de agua o de oxígeno.