Quiénes son los coaches penitenciarios y por qué sus servicios cuestan lo mismo que un coche.
Alguna vez fue un “solucionador” para la mafia y pasó una década en prisiones estadounidenses por cargos de narcotráfico, fraude con valores, extorsión, obstrucción a la justicia y posesión de armas automáticas. Hoy, su trabajo consiste en preparar a otros para lo que él mismo ya vivió: el encarcelamiento.
Justo después de salir en libertad, se dio cuenta de que podía sacar provecho de su experiencia y comenzó una carrera como consultor penitenciario. Su principal clientela pertenece al mundo de los “cuellos blancos”: acusados de delitos financieros, confundidos, asustados y furiosos. Con ellos trabaja de forma directa, sin rodeos, usando un estilo de comunicación rudo y frontal que, según él, ayuda a que el mensaje llegue con más claridad.
Entre sus clientes hay tanto quienes ya han sido condenados como aquellos que aún están en libertad y quieren prepararse con antelación para su posible entrada en prisión. Asegura que con solo leer el acta de acusación puede prever si una persona terminará tras las rejas o logrará salvarse colaborando con la fiscalía. No es abogado ni ofrece asesoramiento jurídico formal, pero explica los cargos, desglosa la estructura del caso, ayuda a evaluar las posibilidades y a decidir si aceptar un acuerdo con la fiscalía o ir a juicio con jurado. También entrena para el comportamiento en los tribunales, incluso enseñando cómo engañar con éxito al polígrafo o mentir en el estrado, si fuera necesario.
Su enfoque no es precisamente suave. A los nuevos clientes les dice de entrada que sus abogados probablemente les hicieron promesas vacías y los dejaron vendidos. Luego inicia el análisis: cuáles son los cargos, si hay posibilidad de ingresar a un programa de reducción de condena, o si se puede conseguir el traslado a una prisión de mínima seguridad. Una de las áreas clave de su trabajo es la organización de una evaluación psicológica por presunta adicción a drogas. Incluso si el cliente no tiene problemas con sustancias, un informe positivo puede abrir la puerta al programa federal RDAP, que permite reducir la sentencia hasta en un año. Otra vía es el programa Second Chance Act, que contempla el traslado a un centro especializado con menor nivel de vigilancia.
El trabajo del consultor no se limita a los reclusos. También asesora a sus familias, les explica qué esperar y cómo apoyar a sus seres queridos. Según él, los familiares suelen ver programas sobre prisiones y se asustan imaginando lo peor. Él, en cambio, les aclara que, especialmente para los delincuentes de cuello blanco, la realidad suele ser distinta: la mayoría de sus clientes terminan en prisiones federales de baja seguridad, donde incluso puede que no haya cercas ni puertas con cerradura.
La vida en prisión, según su descripción, es aburrida y monótona. La llama el “Día de la Marmota”: las mismas acciones una y otra vez, a menos que estalle una pelea o surja un conflicto. Lo más importante, en su opinión, es conocer la política carcelaria y saber con quién se puede hablar y con quién no. Delatores, condenados por delitos contra menores y guardias emocionalmente inestables son los que deben evitarse.
Su equipo está compuesto por cuatro personas: dos hombres y dos mujeres. El costo de sus servicios varía ampliamente: desde asesorías gratuitas hasta honorarios de 50.000 dólares, dependiendo de las circunstancias y capacidad económica del cliente. En un momento dado puede tener entre 50 y 100 clientes activos, incluyendo tanto a quienes ya están en prisión como a quienes se preparan para ingresar.
El propio consultor recuerda cómo, durante su condena, veía el sistema penitenciario como su parque de diversiones personal. Hacía bromas tanto a compañeros como a los guardias. Una vez convenció a decenas de personas —personal incluido— de mirar al cielo en busca de un objeto inexistente, solo para demostrar lo fácil que es manipular a los “tontos”. A veces llamaba desde la celda a su casa insinuando que estaba tramando algo grande, cuando en realidad solo planeaba pasar el fin de semana acostado con un libro.
A la vez, ayudaba a otros presos: analizaba sus casos, redactaba solicitudes, y los asistía para conseguir revisiones de sentencia. Todo eso le dio una reputación dentro del sistema, y luego —la base de su negocio. Hoy reconoce que con los años se volvió más duro y menos sensible. Su esposa le dice que debería ser más amable con sus clientes. Su exesposa lo describía como alguien incapaz de mostrar ternura. Pero él sigue trabajando. Porque sabe cómo funciona la cárcel. Y porque los ricos condenados siempre tendrán una razón para pagarle a quien puede convertir su condena en un proceso seguro y bajo control.