Diez años de fracasos, un encuentro fortuito — y un avance que podría inquietar a Tesla.
A veces, un gran avance científico no ocurre en un laboratorio secreto ni en un centro espacial, sino literalmente al doblar la esquina. Así fue en la Universidad de Binghamton, donde el profesor Seokheun “Sean” Choi, tras más de una década investigando sistemas energéticos basados en bacterias, dio un paso clave gracias a una colaboración casual con un colega de ingeniería mecánica que trabajaba en el mismo edificio.
Junto al profesor asociado Dehao Liu, del departamento de ingeniería mecánica, el equipo de Choi desarrolló una de las baterías bacterianas más potentes que hayan construido hasta la fecha. El nuevo sistema no contiene litio ni usa componentes tóxicos: está basado en acero inoxidable y esporas bacterianas resistentes a ambientes hostiles. Ya ha demostrado con éxito su viabilidad para alimentar pequeños dispositivos electrónicos.
Durante mucho tiempo, uno de los principales obstáculos en este tipo de fuentes de energía fue el material de construcción. Las mallas metálicas comerciales ofrecían buena conductividad y resistencia, pero no permitían controlar la morfología superficial, y es precisamente el microrelieve el que determina la capacidad de las bacterias para multiplicarse activamente y generar electricidad.
La solución llegó gracias a la tecnología LPBF (Laser Powder Bed Fusion) —una variante de fabricación aditiva en la que las piezas se forman capa por capa con precisión submicrométrica. Liu explica: LPBF es ideal para estas tareas, ya que permite crear estructuras geométricas complejas con mayor área de contacto, lo que repercute directamente en la densidad de energía generada.
Los dos equipos de investigación trabajaron juntos para diseñar e imprimir todos los componentes del dispositivo —desde el ánodo y el cátodo hasta la tapa de sellado— ensamblando la batería como si fuera un set de construcción. Este enfoque facilitó y aceleró el montaje, y también permitió realizar modificaciones con facilidad. El ánodo fue el elemento crucial: en su superficie se forman las colonias bacterianas, y de su desarrollo depende el rendimiento eléctrico.
Según Choi, los ánodos planos tradicionales son ineficientes: los nutrientes penetran lentamente y los subproductos metabólicos se acumulan, interfiriendo con el funcionamiento. Los intentos de usar estructuras tridimensionales basadas en materiales plásticos o de carbono enfrentaban problemas de resistencia y sensibilidad al calor. Las mallas metálicas, a su vez, limitaban el diseño. LPBF eliminó todas esas barreras.
Gracias a la impresión 3D, el equipo pudo ajustar con precisión la forma y porosidad de la superficie del ánodo, optimizándola para el crecimiento de microorganismos y la generación eficiente de corriente. El módulo resultante demostró ser versátil y confiable: una cadena de seis celdas en miniatura entregó casi 1 mW de potencia —suficiente para alimentar una pantalla LCD de 3,2 pulgadas.
Otra ventaja significativa fue la reutilización. Los componentes de acero inoxidable pueden limpiarse fácilmente de residuos biológicos y mantienen su funcionalidad durante múltiples ciclos. La ausencia de degradación convierte a esta tecnología en una solución ideal para sistemas autónomos sostenibles.
El proyecto también se basa en las ideas de la tesis doctoral del profesor asociado Anwar Elhadad —antiguo estudiante de posgrado de Choi. En su trabajo investigó plataformas bioelectrónicas híbridas que combinan microelectrónica con fuentes de energía renovable. Según él, desarrollar electrodos robustos y escalables siempre fue el gran reto de ingeniería, y el nuevo diseño resuelve ese problema con éxito.
Los próximos pasos del equipo incluyen integrar todo el proceso de producción en un único ciclo, de forma que la batería completa pueda fabricarse en una sola etapa. Paralelamente, se trabaja en un sistema inteligente de gestión energética que controle carga y descarga al estilo de los inversores solares.