Los docentes esperaban caos — pero encontraron compromiso y responsabilidad.

¿Qué ocurre cuando una universidad permite oficialmente que los estudiantes utilicen ChatGPT junto con los libros de texto y las clases? ¿Cambiará la forma en que estudian, se preparan para los exámenes y se comunican con el docente? A estas preguntas intentaron responder investigadoras e investigadores de la Universidad de Massachusetts Amherst, al poner en marcha un experimento semestral en el que un grupo de estudiantes tuvo acceso a inteligencia artificial generativa y otro no. Los resultados fueron inesperados y llevaron a muchos docentes a revisar sus posturas conservadoras.
El proyecto estuvo encabezado por el profesor del departamento de Economía de Recursos Christian Rojas, con la participación de las colegas Rong Rong y Luke Bloomfield. Para mantener la comparabilidad seleccionaron un curso de economía antimonopolio y lo impartieron en dos secciones idénticas con las mismas clases, tareas y exámenes. La única diferencia fue una condición: 29 estudiantes de la primera sección pudieron usar la IA durante la preparación —pero con la obligación de transparentar cómo la empleaban y siguiendo reglas metodológicas claras. A la segunda sección, de 28 personas, se le prohibió estrictamente el uso de ChatGPT y de cualquier análogo, ofreciéndoles en su lugar las formas habituales de apoyo —consultas, ejemplos de respuestas y material adicional.
Todos los exámenes se realizaron de forma tradicional —en papel, sin teléfonos ni ordenadores portátiles— para excluir la influencia de la tecnología durante la evaluación. Sin embargo, a lo largo del semestre quedó claro que la experiencia de las dos aulas fue distinta. Las y los participantes a quienes se permitió recurrir a ChatGPT participaron más en las discusiones, mantuvieron la concentración más tiempo durante el trabajo autónomo y editaron con más frecuencia las respuestas propuestas por el modelo, mejorándolas o sustituyéndolas por formulaciones propias. Ganaron más confianza, no por soluciones hechas, sino gracias a la posibilidad de comparar distintos modos de razonamiento.
Como señala Rojas, la IA, por supuesto, no hizo a los estudiantes más inteligentes en el sentido directo, pero les ayudó a aprender de forma más consciente y serena. Dedicaron menos tiempo a la preparación, al mismo tiempo que comprendieron mejor el contenido y sintieron mayor control sobre el proceso.
Las encuestas finales confirmaron las observaciones del profesorado. En el «grupo de IA» las y los estudiantes valoraron más el curso, especialmente la organización de las clases y la preparación del docente. Muchas personas también indicaron que, tras ese semestre, comenzaron a plantearse una carrera en áreas vinculadas con la inteligencia artificial.
Para excluir la influencia de factores aleatorios, las investigadoras y los investigadores endurecieron deliberadamente el experimento: la sección a la que se permitió usar IA tuvo clases por la tarde —estadísticamente, esos grupos suelen obtener resultados algo más bajos. No obstante, los indicadores resultaron ser equivalentes, lo que confirmó la conclusión principal: las herramientas generativas no rebajan la exigencia académica si se usan con criterio.
Rojas propone a los docentes no prohibir las tecnologías, sino integrarlas de forma consciente en el proceso de enseñanza. A ese enfoque lo denomina «permitir, pero guiar»: dar instrucciones claras sobre el uso de la IA, exigir transparencia y al mismo tiempo dejar espacio para la experimentación. «Cuando los estudiantes interactúan con la inteligencia artificial de forma abierta y con comprensión, en el aula surge una atmósfera completamente distinta —más interés, más implicación y más confianza», explica el profesor.
Reconoce que el estudio tuvo limitaciones —la muestra es pequeña y parte de los datos se basa en la autoevaluación de las y los estudiantes. Sin embargo, según Rojas, incluso esa experiencia mostró que los temores ante la IA en la educación están muy exagerados: con la presentación adecuada, la tecnología no destruye el proceso educativo, sino que lo hace más flexible y humano.