Hace 60 años un matemático descubrió cómo mueren los planetas — y la Tierra podría correr el mismo destino

Hace 60 años un matemático descubrió cómo mueren los planetas — y la Tierra podría correr el mismo destino

El clima no cambia gradualmente, sino a saltos. ¿Qué amenaza representa para la humanidad?

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A mediados de la década de 1960, el climatólogo y matemático soviético Mikhail Budyko se ocupó de una cuestión que preocupaba no solo a los científicos, sino también a los responsables políticos de la época: ¿podría la intervención humana empujar al planeta hacia una catástrofe climática irreversible? Para buscar la respuesta, decidió remitirse al remoto pasado de la Tierra —hace aproximadamente 600 millones de años.

Se planteó la audaz hipótesis de que en la antigüedad profunda toda la superficie del planeta pudo haber estado cubierta de hielo —incluso las regiones ecuatoriales. La mayoría de los especialistas lo consideraban una fantasía, pero Budyko logró demostrar que el mecanismo era realmente posible. Su modelo mostraba que si el hielo marino se expande lo bastante lejos desde los polos, la reflectividad de la superficie aumenta drásticamente. Cada vez más luz solar se refleja de vuelta al espacio, lo que desencadena una reacción en cadena: el enfriamiento se intensifica, la capa de hielo se extiende aún más y, en última instancia, toda la Tierra se convierte en una esfera helada continua. Así nació la idea de la «Tierra bola de nieve» —un estado en el que el planeta entra en un nuevo régimen climático estable, pero completamente congelado.

Para Budyko ese análisis no fue solo un traslado histórico. Le preocupaba la pregunta: si el clima puede realizar tales saltos por sí mismo, ¿podría la actividad humana desencadenar un proceso similar en la actualidad? En la época de la guerra fría, él y sus colegas se planteaban las posibles consecuencias de un intercambio de ataques nucleares entre EE. UU. y la URSS. Entonces los científicos consideraban seriamente el escenario del «invierno nuclear»: el oscurecimiento global de la atmósfera podría bloquear la luz solar durante mucho tiempo y, de hecho, aniquilar la vida en el planeta.

Por fortuna, los misiles no fueron lanzados. Pero pronto quedó claro que para cambios climáticos abruptos no hacen falta arsenales nucleares. Ya entonces era evidente: la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera está aumentando, y con ella la temperatura global.

Desde entonces las investigaciones han mostrado que el sistema climático de la Tierra es capaz de reconfiguraciones bruscas —los llamados «puntos de inflexión». Si desaparece una parte significativa del hielo marino, el océano comienza a absorber más calor solar, lo que acelera el deshielo. Las selvas amazónicas pueden secarse y convertirse en sabana. Los arrecifes de coral —perder sus algas simbióticas y blanquearse. La circulación meridional atlántica —el sistema de corrientes que aporta calor a las costas de Europa— puede debilitarse o incluso detenerse, y entonces Escocia podría quedar en condiciones climáticas similares a las de Siberia.

El peligro de estos puntos de inflexión es que no representan cambios graduales, sino transiciones a un nuevo estado en el que todo el ecosistema, y con él la civilización, se reorganiza de manera radical.

Sin embargo, desde el punto de vista matemático, los «puntos de inflexión» son muy difíciles de describir. Pequeñas variaciones en las hipótesis iniciales del modelo pueden dar resultados diametralmente opuestos. A menudo faltan datos observacionales. Y aunque está claro que el planeta se está calentando y las consecuencias del calentamiento son evidentes, predecir dónde y cuándo ocurrirá exactamente un punto de inflexión es extremadamente difícil.

No obstante, los matemáticos llevan más de un siglo estudiando fenómenos similares en sistemas dinámicos complejos. En el siglo XIX, Henri Poincaré, al investigar el movimiento de un fluido alrededor de cuerpos masivos, mostró que conforme se enfría la sistema puede cambiar bruscamente de forma: de una figura en forma de pera el fluido se descompone en dos partes separadas. Estas transiciones recibieron el nombre de «bifurcaciones». En el siglo XX Christopher Zeeman popularizó esta idea en el Reino Unido, mostrando al público la «máquina de catástrofes»: una rueda unida a una cinta elástica que de repente daba un salto al aumentar de forma suave la carga. Su demostración en la conferencia navideña de 1978 explicaba que cambios graduales pueden conducir a consecuencias súbitas e irreversibles.

En las décadas de 1960 y 1970 se intentó aplicar las bifurcaciones también para describir procesos sociales —desde crisis bursátiles hasta revoluciones políticas. Así surgió la «teoría de las catástrofes» de René Thom, que ganó notoriedad en el contexto de movimientos contraculturales y protestas contra la guerra de Vietnam. Pero la comunidad científica pronto la rechazó por considerarla excesivamente simplista y especulativa.

Aun así, la idea de las bifurcaciones demostró ser duradera. En ecología se verificó experimentalmente en el lago Peter, en Míchigan. Desde mediados del siglo XX se observaron allí dos estados estables: agua turbia con algas y abundancia de peces pequeños, o un lago transparente dominado por la población de lúcios que controlaba la cadena alimentaria. En 2008 los científicos decidieron intervenir artificialmente e introdujeron más depredadores en el lago. El sistema resistió durante mucho tiempo, pero en un momento dado se produjo un cambio: las algas desaparecieron y el agua se volvió cristalina. El modelo teórico de bifurcación coincidió por completo con la realidad. Además, antes del cambio fue posible detectar una «ralentización crítica» —señales estadísticas de un inminente punto de inflexión.

A comienzos de los años 2000 el climatólogo Tim Lenton, de la Universidad de Exeter, propuso un nuevo término —«punto de inflexión». Lo consideró más comprensible para la sociedad que la fría palabra «bifurcación». La historia de la Tierra ofrece muchos ejemplos de tales cambios bruscos: desde eras glaciares hasta la transformación de la verde Sáhara hace seis mil años en un desierto sin vida.

Pero al modelar el futuro surgen dificultades. La atmósfera y los océanos son sistemas abiertos con miles de millones de variables interconectadas. Los científicos saben que el clima puede comportarse como un sistema con varios estados estables, pero predecir el instante exacto del cambio es complicado. Aun así, existen «candidatos a punto de inflexión» clave, como la circulación meridional atlántica.

Este sistema de corrientes transporta una enorme cantidad de calor desde los trópicos hacia el norte y garantiza el clima templado de Europa. El debilitamiento de la circulación podría provocar un enfriamiento brusco en Europa, la alteración de los monzones tropicales y la degradación de los bosques. En 2023 los investigadores daneses Peter y Susanne Ditlevsen presentaron un análisis de datos según el cual el colapso de la corriente podría ocurrir entre 2025 y 2095, con la mayor probabilidad hacia la mitad del siglo. Su trabajo despertó un enorme interés: el público se centró en una fecha concreta, pero muchos científicos pidieron tener en cuenta el alto grado de incertidumbre.

Críticos como Maya Ben-Yami, del Instituto Tecnológico de Múnich, señalaron que los datos utilizados sobre la temperatura del Atlántico son demasiado limitados e imprecisos, y que las suposiciones metodológicas podrían haber afectado en gran medida la predicción. Los Ditlevsen aceptaron parte de las observaciones y siguen corrigiendo los modelos, pero sostienen que no se puede excluir por completo la posibilidad de una catástrofe.

En última instancia, las investigaciones muestran que los sistemas climáticos son efectivamente capaces de sufrir cambios abruptos, pero prever con exactitud su ocurrencia es imposible. No obstante, la propia idea de «puntos de inflexión» enfatiza una verdad importante: la estabilidad del clima no está garantizada, y la historia de la Tierra ya ha demostrado en múltiples ocasiones cambios radicales.

Al mismo tiempo, el concepto tiene otra cara. Investigadores como Lenton y Marten Scheffer hablan de «puntos de inflexión positivos» —momentos en que los cambios en la economía o en la tecnología comienzan a acelerarse por sí mismos. Así, la adopción masiva de vehículos eléctricos reduce los precios y aumenta la atractividad de la nueva tecnología, y la transición de los países hacia fuentes de energía renovable desencadena una reacción en cadena en el sector energético. Esos puntos de inflexión pueden convertirse en herramientas para acelerar la transición hacia un futuro sostenible.

Precisamente por eso, a pesar de todas las incertidumbres, el trabajo con modelos de puntos de inflexión sigue siendo importante. Nos recuerda que nuestro clima no es eterno ni estable por defecto. Para evitar escenarios negativos es necesario reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Y para acelerar la transición conviene buscar y estimular esos puntos positivos donde los cambios comienzan a desarrollarse en forma de avalancha.

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